Capdevila (el testimonio zoológico de América)

Por gentil autorización de Editorial Buena Vista, reproducimos íntegramente el capitulo II del libro Prandiología Patológica, que representa un acabado testimonio acerca de la América Precolombina y de la influencia alimentaria ejercida por los conquistadores. Aquí queda de manifiesto la indudable influencia nutricional sobre la salud de la población. El libro en versión papel está disponible en nuestro sitio y en librerías.

Hubo una virgen América: la anterior a la conquista. Vivía obediente, al ritmo de la naturaleza, y su hombre, aunque no muy vigoroso –débil más bien-, era sano. Así lo vio Colón De su primera carta a los Reyes Católicos, escrita desde el mar, mientras navega hacia Lisboa, esto es lo que trasciende respecto de aquellas tierras paradisíacas “todas fertilísimas y andábiles”, donde se alzaban unas selvas, cuyos árboles “parecían llegar al cielo”, habitadas por un Adán desnudo que respiraba en ellas el aire mismo de la salud.

Puede probarse que era así. Para eso escribo este capítulo de mis Replanteamientos. Para eso y para averiguar sus felices causas. Anticipamos que el Continente todo será nuestro sumo testigo en lo que mira a nuestros apotegmas centrales.

* * *

Todos los cronistas -cualesquiera sean los que se escojan- dejan trascender el mismo sentimiento del descubridor, sin que ninguno de ellos traiga referencia alguna a enfermedades y pestes en todo lo que anduvieron por unas y otras latitudes.

Pero leámoslos con algún cuidado, que ello importará definir la causa de tal sanidad. Algo darán de sí -podemos estar seguros- los puntuales cronistas de las cosas de América.

Aquí tenemos por de pronto a Pedro Mártir Angleria. Toma él a su cargo difundir entre los doctos la buena nueva del descubrimiento portentoso. Al propio Vicario de Cristo le instruye acerca de las nuevas islas y de aquellos naturales suyos, satisfechos en su dulce desnudez, que se alimentaban con pan de raíces, extraídas entre ciertos matorrales de palmitos. Por él sabemos que esa isla, donde pisa Colón en su primer viaje, no cría cuadrúpedo alguno. Por todo el año de 1494 y más se sigue hablando de la edad áurea de tales inocentes moradores y de sus apacibles costumbres. Cabe, sin embargo, en medio de esta inocencia silvestre, el vértigo del canibalismo en alguna isla, como hallaremos también en imperio de tan ajustada organización como el de Moctezuma la horrible mancha de los sacrificios humanos a la divinidad. Paroxismos como esos…

Pero sigamos con nuestro particular asunto. En su Primera Década Oceánica vuelve a registrarlo Angleria: “Todos dicen que no vieron ningún animal cuadrúpedo salvo conejos”. Lo mismo se nos informa sobre Cumaná: “No tienen bueyes (tomado genéricamente por ganado bovino) ni cabras ni ovejas”.

Acompañémonos ahora del P. José de Acosta por las páginas de su Historia Moral y Natural de las Indias. Según el diligente jesuita (Libro IV, cap. XXXIII) hay tres clases de ganado en el Nuevo Mundo: uno llevado por los conquistadores, otro de las mismas especies que el peninsular, y finalmente el propio suyo. “En el primer modo -añade- entran ovejas, vacas, cabras, puercos, caballos”, que no los hay. “Todo estos animales -sintetiza en otro lugar- es cosa cierta que se llevaron de España”.

Dada la expresada carencia, es el mismo Colón quien inicia, ya en su segundo viaje, la tarea de “criar allí nuestros animales” según palabra de Angleria en su carta LII a Pomponio Leto. De todo habrá entonces. Y también será gratamente recibido lo regional; pues en esa tierra “exuberantemente feliz” los españoles empiezan a preferir el pan de los aborígenes al suyo de trigo, por su buen sabor y facilidad de digerirle, sin decir nada de lo bien que casa con “el acostumbrado gusto de las viandas antiguas”.

No hay más que leer el capítulo V de Angleria para saberlo. En el segundo viaje de Colón, el de la escuadra de dieciséis naves, conduciría el Almirante, para sacar linaje “yeguas, ovejas, terneras y muchas otras hembras con los machos de su especie”. Así lo empezó a hacer -termina el cronista- en aquella tierra, “la más fértil de cuantas las estrellas rodean”. Como lo pone también el historiador alemán Campe; a saber, que en dicho segundo viaje el Almirante embarcó para el Nuevo Mundo, “caballos, asnos, toros, vacas”, por no haberles en él. Y López de Gómara en su historia de las Indias, recuerda, acerca de la segunda escuadra, que se compraron a costa también de los Reyes, muchas yeguas, vacas, ovejas, cabras, puercas y asnas para casta, porque allí no había semejantes animales.

Pasan los años, y en 1525 he aquí la información de que llegan a la Península, procedentes de la Isla Española, embarcaciones cargadas con panes de azúcar y pieles de buey, los cuales bueyes abundan ya tanto que no saben qué hacer con ellos. El tráfico se vuelve intenso. Angleria escribe: “De nosotros a las Indias y de las Indias a nosotros es más frecuente el ir y venir de flotas que el de los borricos de carga de unas ferias a otras”. Así también irán pasando las enfermedades españolas a las vírgenes poblaciones del Continente.

En cambio, la salud primitiva de estas comarcas se perderá aquende el mar.

En resumen: al cabo de un tiempo La Española quedaba tan ampliamente abastecida de ganado como las más favorecidas vegas de España. Tanto llegaron a multiplicarse todas las especies que los puercos hubieron de aumentar al extremo de perderse por los montes, ya salvajes, por falta de suficientes porquerizos. Y allá concluye Angleria: “Ya no tienen necesidad de que se les lleve de otra parte ninguna clase de cuadrúpedos o aves”. Y remata: “Las crías de todos los animales por la exuberancia de la hierba, se hacen mayores que sus padres, aunque sólo coman de ella sin cebada ni otro grano”.

También el perro propiamente tal debió ser traído a América, que sólo conocía un cierto tipo de gozquecillos.

Ese perro de Europa fue un auxiliar en la paz y un aliado en la guerra para el español desde los años iniciales de la ocupación. Con él a su lado, el español se atreve a todas las exploraciones. Pero siempre hay sombras que los atajan. Se piensa, por ejemplo, que existen árboles de fruto maldito que, ingerido, se convierte en gusanos; más, con todo, la amistad entre los descubridores y la selva tiende a perder esa medrosa cautela de los comienzos. Más adelante, en las campañas de exploración o dominio, cuando se les acaban los bastimentos propios, viven de lo que dan los bosques y disfrutan de la más confiada salud.

“Comían –dice Angleria– fruta de las palmas y unas raíces de palmillos”. En otros sitios los isleños se alimentan de la carne de las conchas, “de que raen primero las perlas”. A los castellanos les agrada el sabor y prueban esto y lo demás. Sin duda en tales islas era el pescado el sustento principal y la batata y otros panes naturales su acompañamiento, como también la miel de panal, que se les ofrecía silvestre por espinos y zarzas. Pero el pescado –repetimos- era la base de la alimentación. “Da gusto –dice Angleria– oírles acerca de la abundancia, variedad y sabor del pescado, tanto de río como de mar”.

Y reina como venturosa atmósfera la salud. En la propia área del Dairén, la región pantanosa de la costa septentrional que da al Caribe, reconocida como zona enfermiza, no se padece ninguna epidemia en los tiempos pre-colombinos. Será más tarde, con los españoles y por obra de su alimentación, cuando se vuelvan declaradamente insalubres esas riberas; como que allí también las vacas traídas de España crecieron pronto en ‘número por la fertilidad del suelo. Entonces el aditamento lácteo en las comidas cambiaría de suyo el estado general.

Hay más. Tan a menudo se habla de indígenas ancianos, que debe suponérseles naturalmente longevos. Tanto es así que no habrá de parecer a los hispanos excesivo prodigio ver manar por allí la fuente de la eterna juventud; de donde resulta que un día siguiendo el rastro de una leyenda, se interna para buscarla por campos de la Florida el denodado caballero D. Juan Ponce de León. Atestación elocuente, si una hay; pues sólo donde la salud impera como un bien colectivo, cabe imaginar vecina la fuente de la juventud eterna. Una mortandad conoció, sin embargo, La Española; mas fue mortandad de hambre, ocasionada por la devastación que en los sembrados hicieron los naturales, seguida de brazos caídos, mirando de expulsar a los hombres de Castilla; pero peste de enfermedad ni estalló entonces ni antes había nunca estallado. Los españoles, entretanto, son los que enferman, como aconteció durante el gobierno de Bartolomé Colón. Con su régimen alimenticio implantaban de suyo sus enfermedades antiguas. Pero, en los comienzos, ¿de qué enferma un español? ¿De qué enferma allí donde va de camino, lejos de las restablecidas cabañas de sus nativas tierras? Aquí está:

Vasco de Balboa y muchos de los suyos padecieron “una fuerte calentura por el inmenso trabajo y la falta de dormir y el hambre”. Apenas desmejoramientos.
La disminución de la población nativa en La Española, reconocida por los cronistas, no se debe a enfermedad sino al quebranto de su dicha connatural y rigor de esclavitud en que vinieron a caer. Quitábanse la vida los más, y las mujeres en estado de preñez provocaban su aborto. Así descendió la población de un millón y doscientos mil a poquísima gente.

Deberíamos ahora viajar hacia el Sur con los navegantes del Pacífico. Pero he aquí, de pronto, la peste en la Isla Española: el mal de la viruela “hasta ahora desconocido de los naturales” –dice Angleria–. Las viruelas se cebaban en la gente –añade– “como un hálito contagioso”. Y da pormenores de horror. Fue terrible, en efecto, lo que pasó en La Española aquel año de 1518: Y por cierto que este acontecimiento de la historia patológica de América reabre una vez más el problema de los verdaderos términos y forma de la infección por virus; pues ¿cómo entender que antes no hubiera nunca tal infección en esa isla tropical y ahora sobreviniese? ¿De qué manera explicarlo? ¿O se habrá de seguir definiendo a la viruela como siempre miasmática, creyéndose decir algo cuando nada se dice?

 ¿Cómo, por otra parte, interpretar hechos tan desconcertantes? Efectivamente, ¿dónde más posibilidades, miasmáticas que esa húmeda isla del trópico? Nunca, nunca se habían manifestado, sin embargo, hasta haber españoles... ¿Quiere esto decir que durante siglos y siglos habían estado escondidas, latentes, a la espera de los expedicionarios, a quienes habremos de considerar como a portadores de esos miasmas patógenos a través de mares inmensos y de navegaciones a todos los vientos? A todo esto, los miasmas –cercanos parientes de los virus en el mundo de las hipótesis gratuitas– no se conforman con este criterio, si es que, por ventura, aquéllos son, como se sustenta, los efluvios malignos de un determinado ambiente... Y nótese que tampoco se podrá hablar de exantema universal y contagio volante, porque esta universalidad resulta asaz constreñida, así, como su condición voladora. De lo que sí debe hablarse, en cambio, dejando a un lado vaguedades, es de un hecho concreto: que en esa isla aumentó por demás el ganado vacuno, al punto de ocurrir, como lo recoge Gómara, que se pudiera obtener de una sola vaca, ochocientas reses en veintiséis años. Esto sí cumple decir. Y que los indígenas, sin inmunización ninguna para los procesos infecciosos de origen lácteo, debieron ser sus víctimas indefensas y caer a millares.

Pero sea cual fuere el proceso infectivo, dejaremos ahora la Isla Española para viajar hacia el Oeste con los hombres de Cortés. La hora de Yucatán y de Méjico está llegando. Consta, entretanto, para estas regiones –Angleria; carta DCCXVII, año de 1521–, que allí se carecía de lana porque no consiguen ovejas, ni tienen bueyes ni cabras. En este orbe novísimo hay, en cambio, otros animales de que se sirven, más no de ordeño. Cuando los de Cortés piden cosas de comer a los aborígenes, tráenles éstos gallinas y maíz.

Pero ya tendrán vacas, y muchas, esas regiones, poco después. Leamos el libro X, capítulo único, de las Décadas. Su particular asunto es La Española, “madre de las otras islas”. Poblada de gente hispana y de ganado peninsular, ha llegado a cobrar mucha importancia política. “Se ha rehecho su senado añadiéndole cinco jueces que den leyes a todas esas regiones”. A Fernández de Oviedo le debemos –Sumario de la Natural Historia de las Indias– noticias concretas sobre tales aumentos de vacas, “de las cuales hay tantas –pondera- que son muchos los señores de ganado que pasan de mil y dos mil cabezas”. Cuba también provee reses, y conforme va conviniendo se conduce ganado de las islas a Tierra Firme.
Conocemos cómo era antes de Cortés. En Tlascala se contaba con pan de maíz, aves, caza y pesca fluvial. De la propia Méjico sabemos que en todas las plazas había figoneros y cómo encontrar allí en toda hora y momento comidas asadas y cocidas, de aves o liebres y conejos, no de otros cuadrúpedos, pues que “bueyes, cabras y ovejas no tienen”. Comían, asimismo, condimentados de varia manera, -crudos o en tortilla-, huevos de gallina, pava, gansa o ánade, pescado y mucha fruta.

Según se recordará, habíamos dejado a los pobladores de la Isla Española comiendo un pan de raíces y sirviéndose como habitual banquete productos de la caza y de la pesca. Aquí en etapa muy superior encontramos una comida mucho más complicada, pero no menos sana. En cuanto a la leche –tal como los naturales de la Isla Española–, si alguna prueban, lo es vegetal; quiero decir jugo de yuca cocido. Y reía la salud. Fue necesario que probasen la leche de vaca para que supiesen lo que son catarros y pestes. Si los hechos gritaron por la Isla Española en 1518 volverán a gritar ahora por la Méjico de Hernán Cortés en 1527.
Con el régimen alimenticio de que la leche hace parte, los catarros preparan el necesario medio infeccioso. Entonces en franco proceso catarral formado así el correspondiente pantano nasofaríngeo, todas las virulencias microbianas son ya posibles allá; entre ellas, y muy para aquel ambiente de cabaña primitiva, esa de la viruela humana “que forma con la ovina una sola entidad nosológica”.

Escriben cándidas superficialidades los historiadores de Indias: “La viruela entró en Méjico con las tropas de Hernán Cortés”. ¿Por qué hubiera debido ser así cuando éstas no la habían padecido antes? Debemos desecharlo. Y tampoco, ciertamente, encontramos aplicable al caso la teoría, superficial también, de que las grandes migraciones la promueven. ¿Cuál es la gran migración cortesiana? Iba con el egregio aventurero apenas un pelotón de soldados. De suerte que no fue eso. El enunciado del historiador tendría que modificarse, para ser veraz, en estos precisos términos: “La viruela entró en la Méjico de Hernán Cortés con el ganado vacuno y las comidas de tipo lácteo que se fueron difundiendo entre los aliados indígenas”.

En fin: tan espantoso flagelo fue aquél y de tal modo nunca visto ni de nadie imaginado, que los aterrados aborígenes –escribe López de Gómara– contaban en adelante los años a partir de la siniestra fecha:

Ya por sus “buenas y hermosas vegas” no andaban solamente muchos venados. Pacían en crecida cantidad las vacas, y ellos se aficionaron a su leche; y dieron –cuenta Gómara– en estimar mucho el queso, “maravillados de que la leche se cuajase”.

En el Perú tampoco había ganado vacuno. López de Gómara es explícito: “En el Perú no había caballos, ni bueyes, ni mulos, asnos, cabras, ovejas, perros, a cuya causa no hay rabia allí en todas las Indias”.

Mas ¿por qué no se conocieron pestilencias, es decir, pestes, y “hartos hombres viven cien años en el Callao y en otras partes”, según pudo recogerse en fácil información? ¿Qué argumentar a esto? “Argumento –asienta Gómara– de ser los aires sanísimos”. Insuficiente explicación, a buen seguro; porque ¿cómo así perdieron su sanidad esos aires sanísimos a la sola presencia del español? No sería que los emponzoñase él, respirándolos...

Es que antes no había vacas ni alimentación láctea. Pero ¿y aquéllas de que habla el propio Gómara? Aun siendo calificable de fantástica la noticia de éste sobre haber vacas corcovadas en la región de Quivira –hoy reconocidamente fabulosa– es dignísima de mención la referencia, pues involucra ella que en las tradiciones indígenas no se incluía nunca el tomar leche, y así los inventores de la especie relataban, en suma, que se bebía la sangre de aquellas reses, caliente o fría; y en este último caso “desatada en agua”.

En definitiva: tras haber leído a tantos cronistas, la única leche de que tengamos noticia en América, fuera de la vegetal ya mencionada del jugo de yuca, es ésta, vegetal también, que obtenían los indígenas (Cieza, Crónica, XVII) de la fruta de ciertos grandes palmares, de la cual fruta –explica– “quebrada en unas piedras, sacan leche y aun hacen nata y manteca singular”.

A virtud de todo esto –a dulce virtud de todo esto, diríamos mejor– ningún cronista, absolutamente ninguno, habla de enfermedades en sus relatos e informaciones: tan manifiesto es el general estado de salud. El Inca Garcilaso, que recoge en su hogar el eco de las tradiciones de su pueblo, nada sabe de epidemias que alguna vez azotaran a esos reinos con antelación a la era hispánica. Y a fe que razona mal este autor en sus apreciaciones sobre los escasos conocimientos médicos de sus connacionales. No es que los peruanos tuvieran tan en poco los bienes de la salud que no atendieran a los recursos de la medicina. Es que no enfermaban de nada horrible. La enfermedad no se había mostrado nunca entre ellos con la pavorosa facies de una infección, ni soportaron nunca el horror colectivo de la epidemia. Solamente en las batallas moría la gente a centenares. En la normalidad, la muerte se los llevaba uno a uno, como lo quiere la espontánea piedad de la naturaleza.

Enfermedades pulmonares –sea otro ejemplo–, no las hubieron de padecer tampoco. Les faltó el vehículo. El echar los pulmones por la boca, jamás sucedió, ni el fúnebre tambor de la tos había sido antes oído. Como que lo trajo la ubre vacuna.

- ¿Qué sabéis de estas cosas vosotros? ¿Cómo las curabais?, les preguntaban.

Y ellos se quedaban mudos, sin conseguir formar concepto sobre tales inquisiciones. Y a la verdad que tampoco cercaban sus predios ni atrancaban sus puertas. No sabían ni de epidemias ni de ladrones.

Eran otros sus males: enfermedades gastrointestinales, cutáneas, y las derivadas del exceso de carne en todas sus comidas, más el vasto capítulo de las heridas, golpes y fracturas, en cuya curación sobresalían sus médicos. Ahora mismo, sobre la base de la tradición y del empirismo, hay una Medicina de huesos, en los arrabales de cualquier ciudad de América, ejercida por componedores eximios.
La medicación se ofrecía casi siempre con el mal para remediarlo. Así, en lugares de las sierras del Perú donde la nieve hace doler los ojos como si fuesen a saltarse, la aplicación sobre ellos, de un poco de carne de vicuña recién sacrificada, como lo verificó el P. Acosta consigo mismo, aplaca al punto el dolor y muy luego le quita.

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Ahora, volvamos a Méjico y hablemos de su chocolate, que es enjundioso tema. Sabemos por el P. Acosta que hacia fines del siglo XVI, el cacao es objeto de un activo comercio. Llegan cargados los navíos de tal fruta seca a España que la demanda siempre, al paso que en Méjico “los españoles y más las españolas hechas a la tierra se mueren por el negro chocolate”.

Este prieto alimento, aromático y muy rico, en que va incluido el cacao, se comía en pasta o en infusión hecha en agua, como ahora mismo se prepara en la Madre Patria, heredera directa de la tradición mejicana, la cual se atuvo siempre a la etimología de chocolate, que está cantando lo que es: cacao en agua, porque choco dice tanto como cacao, precisamente, y atl significa exactamente agua. Un chocolate disuelto en leche, como lo impondría Francia después, era, según se ve, hasta un absurdo idiomático. Los dioses mismos, que enseñaron a hablar a los hombres, se dijera que velaban por la pureza de aquel regalo sin par de los cielos a la tierra, como ponderaban los aztecas.

Pero de pronto, por enriquecer lo que no necesitaba ser enriquecido, se dio en sustituir, como decíamos, el agua por la leche, con lo que, una vez más este alimento completo fue completado. Completado con algo también por su parte completísimo. Y no. No era esa de hoy la bebida de Moctezuma. Bebía éste –nos instruye el cronista Bernal– “cacao batido en agua y perfumado con vainilla”; exquisito brebaje que fortalecía y deleitaba.

Así gozaba América hacia unos y otros rumbos de una cabal sanidad.

Con todo, he aquí una sospecha que nos corresponde considerar sin demora: la que mira a la fiebre amarilla como oriunda de la América tropical. ¿Allí está su foco, en efecto? Parece que sí... Fue en Cádiz, en todo caso, donde apareció en 1700 la primera vez. Enfermedad de los puertos, se mostró asimismo en los de Portugal, Italia y Alemania, como también en algunos de Francia y de Inglaterra. ¿No se estaba viendo? Era un mal que traían los buques: y –punto curiosísimo– un mal que prendía y se extinguía solo.

A todo esto, esa nueva entidad morbosa, con sus antiguos sinónimos de tifus amarillo, tifus bilioso, y vómito negro, así como con el hedor insoportable del aliento, algo quieren declarar por sí mismos acerca de su etiología. ¿Qué era eso? Calofríos, alta temperatura, agitación, pulso rápido, cefalalgia, dolores lumbares: todo ello puede dar la imagen de una influenza también. Es más tarde, al aparecer esa amarillez típica de la ictericia, cuando surge el rasgo que la define como enfermedad aparte; así como ese otro ya señalado del insoportable hedor del aliento, semejante al husmo de un establo o vaquería de aire estadizo: rasgo en verdad patognóstico.

A los comienzos, doctos y profanos sospecharon, ya de uno, ya de otro alimento, dado que todos al fin reconocían, como se lo imponían los hechos, una toxemia alimenticia. Pues bien: es aquí donde nosotros, con arreglo a nuestras observaciones y doctrinas, comprendemos que, sin duda, un determinado producto alteraba fundamentalmente las vías digestivas. Sospecha contra sospecha e hipótesis frente a hipótesis, señalaremos como factor acaso desencadenante un producto que en los tiempos de la América virgen era una de las bendiciones de la tierra: el chocolate, en mala hora europeizado; queremos decir lactificado.

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Todo se ajusta así a una sola interpretación. Llegaban los buques con la novedad mejicana del chocolate, que era entonces una gruesa masa, sin ningún refinamiento, que se hervía y disolvía en leche, para mejorarlo aún más. Extraña pasta que se elegía acaso para postre por su rico sabor. Lo que movía al abuso del brebaje. Y a poco, la toxemia.

Pero claro está que nadie había de incriminar un producto que bebían hasta los niños en el país donde nació.

Acabadas las muestras que los buques traían como curiosidad de tierras lejanas –pues no había nada parecido a comercio estable– era necesario esperar otras naves para volver a gustarlo. Pero éstas lo traían o no. Ello explicaría de suyo que fuese la fiebre amarilla enfermedad portuense, y también la fugacidad del flagelo.

Se deja ver lo que sucedía. El daño duraba lo que su vehículo. Por eso no seguía repitiéndose aquel horror de la peste en que los atacados mostraban luego un semblante cadavérico y echaban unos negros vómitos –¿sangre digerida, melenas?– “como de poso de café”, al decir de los libros, bien que fuera más bien literalmente poso de chocolate lo que devolvía revuelto en bilis el enfermo.

Hipótesis por hipótesis, sostenemos la nuestra para esa etiogenia. Brillat-Savarin, renombrado filósofo de la cocina, trae noticias muy sugerentes en su libro famoso –La Physiologie du Goût– acerca de los aditamentos que ensayó Europa con este “néctar de los dioses”. Leemos en su meditación VI que los europeos le añadieron muchos ingredientes: el ajo, el pimiento, el jengibre. Y don Antonio de León Pinelo, el no menos célebre indianista, informaba al mundo por 1634 en preciosa monografía, cuanto convenía saberse respecto de si corta o no el ayuno esta bebida gustosa y regalada, objeto de tantas mezclas como por volverle más rico se estilaba: canela, almizcle, anís, ají; sin olvidar a ciertos comerciantes codiciosos que le agregaban hasta polvo de ladrillo...

Recordemos ahora el caso de Haití. Se ha dicho –Kennet M. Smith, Los virus, enemigos de la vida pág. 24– que “el establecimiento de la República Haitiana se debe en gran parte a la fiebre amarilla, pues de 25.000 soldados franceses enviados para invadir la isla 22.000 murieron de la enfermedad”.

Ahora bien: Haití es tierra de cacao, y los franceses lo prepararon siempre con leche...

Por lo demás, idénticas preferencias del genio de este morbo: la juventud, esta vez de millares de víctimas. Y bien: el hecho de que el virus amarílico respete uniformemente a la ancianidad y a la infancia (ancianos y niños se precaven o son precavidos de ingestas pesadas) algo declara en favor de nuestra tesis.

Sigamos. En 1900, La Habana padeció el flagelo; o mejor dicho, en La Habana se padeció en ciertos barrios el flagelo. Esto ocurre poco después de la guerra con España. Es en el ejército norteamericano de ocupación donde se ceba la calamidad; pero es digno de puntualizar que no en la tropa sino entre los oficiales y jefes. Más de la tercera parte de los componentes del Estado Mayor, todos caballeros de pulcra higiene, debieron pagar el tributo de sus vidas. La enfermedad se comportó, se dijo, con neta electividad aristocrática.

Lo que pasó realmente es obvio en nuestra hipótesis. Tales jefes y oficiales, regalados y agasajados en todas partes; y ellos, en plan de regalarse el paladar con las cosas típicas españolas, vigentes en la Isla, acuden entre ellas al chocolate, como a lo más exquisito. Se comprende que lo preparan a la americana, o sea con leche y que abusan de él. Colegimos también que lo toman de postre.

No lejos, en Quemados –Marianao- otros oficiales de ocupación enferman del mismo terrible mal. El Dr. De Kruif –Los cazadores de microbios, pág. 374– nos recuerda la perplejidad del Dr. Reed al verificar que los casos ocurrieron “del modo más imprevisto”; primero, en una casa, después no en la de al lado sino dando vuelta a la esquina, luego cruzando la calle, y todo esto sin que las familias respectivas se comunicasen entre sí.

Con la imperante preocupación del contagio, Reed hubo de reflexionar: “Es como si existiera algo que llevase la enfermedad por el aire...” Y no era así. Era, en cambio, que se repetían los casos por agencia de un mismo elemento: aquellas tazas de pesadísimo cacao hecho con leche y acaso como remate de suculentos banquetes.

La gente pierde la memoria de los antiguos excesos y no repara mayormente en muchos de los actuales. Pero, con seguridad, llegó a lo inaudito con el chocolate y acaso todavía hoy en tiempo de festividades consecutivas. Habrá que atender muy bien a tales circunstancias en alguna próxima explosión.

Entretanto, no es de sorprender que al presente el cacao haya atenuado tanto su primitiva condición de perturbadora ingesta. Basta considerar, como antes lo insinuamos, su refinamiento actual, y la universal adopción del café o del té como remate de comidas.

Y ahora una aclaración final para evitar equívocos. Como se ha venido viendo, hemos hablado siempre de la fiebre amarilla clásica, de la entidad autónoma, no de las formas fronterizas y asociadas que se han observado por ejemplo en el Brasil, donde tampoco faltan ciertas ictericias llamadas epidémicas. Otra puede ser para todas esas formas la etiología prandial.

Pero ¿y las comprobaciones de Finlay? ¿Y el mosquito Stegomya? Bien visto, ese agente maléfico debió proceder de un medio infectado y ser portador de las necesarias partículas infectantes, aparte el deber contar con una sangre apta para recibir el contagio. En suma: el acostumbrado círculo vicioso que tan a menudo encontramos, sin conocido principio, en que la explicación no explica nada.

¿Qué pensar, entretanto, del hecho de que la inmensa zona de propagación del mosquito –Méjico, el Brasil, la India, la Cochinchina, el Japón– no corresponda por eso a parajes endémicos? Extravagante difusor, el mosquito Stegomya...

Pasaremos ahora al problema de la sífilis, ese otro supuesto mal de América.

¿Por qué se le debió declarar enfermedad americana? Tiempo hubo en que ello fue un dogma. Para muchos lo sigue siendo ahora mismo. Con eso y más, históricamente lo único defendible es que, hacia la época de los descubrimientos, se nota por varios puertos y comarcas este nuevo azote, que no se sabe bien lo que sea. Lo envuelve una especie de vaga nebulosa médica. Por eso, según cual fuese el país de donde se le creyera procedente, iba siendo llamada mal de América, mal de España, mal de Francia, mal de Nápoles...

Mas, ¿qué era la sífilis? ¿Cuál su agente y en qué lugar su origen?

Lo positivamente extraño es que sea un poema y no un tratado científico el texto inicial de esta bibliografía venérea...

En efecto, un poeta didascálico del tipo y figura que el siglo lo exigía –el sabio geógrafo y cosmógrafo Jerónimo Fracastore, poeta y médico– fue quien hubo de dar, para satisfacción del mundo letrado, puntual noticia en metro latino de la terrible noxa y de su vislumbrado tratamiento.

De esta suerte el nombre mismo de sífilis tiene origen netamente literario y a él responde el personaje central de la obra, mayoral de rebaños, Syphilo. Como conviene al espíritu renacentista, ese nombre es griego y está bien formado: Sys dice tanto como sucio y Philos tanto como amante. Con estas raíces inventó el nombre que necesitaba el renombrado Fracastore, dilecto amigo de los cardenales, para su libro, dedicado cabalmente a tan alto príncipe de la Iglesia como el purpurado Bembo.

Pues bien: en tal poema –Shyphílides, sive de morbo gallico– se inicia la defensa de América; pues ya el título aclara, como acaba de leerse, o por mejor decir mal de las Galias. Lo cual también era injusto. Pero el autor recogía meramente una designación ya generalizada, de que él no salía fiador. Otro, muy otro era su punto de vista. Por eso, y no tanto como poeta cuanto como médico, invoca él en los primeros versos a la musa Urania, muy en conformidad con la doctrina de los tiempos, según la cual todas las enfermedades son de origen celeste. Todavía hoy la palabra influenza dice tanto como influentiae, en alusión al influjo de los astros.

Resucita siempre la antigua idea de la filiación americana de la sífilis, bien que sea cada día más insostenible. Debo recomendar como definitiva la refutación del Dr. Gerhard Venzmer, titulada Una enfermedad agonizante, que el doctor Leo Pucher de Kroll incluye en su libro El Auquénido, editado en 1950 por la Universidad de Potosí.

Allí leemos (pág. 156): “Los trabajos de los antiguos cronistas acerca de la existencia de la sífilis desde tiempos inmemoriales entre los indígenas de Haití condujeron, como era natural, al estudio de innumerables esqueletos de indios de la época precolombina. Con sorpresa general, entre los miles de esqueletos procedentes de las más diversas partes de América, que se examinaron, no se encontró ni el menor vestigio de degeneración sifilítica. Los antiguos cronistas.... debieron equivocarse confundiendo con el mal venéreo alguna insignificante infección de la piel”.

Frente la sífilis, digamos ahora, lo mismo que ante cualquiera otra enfermedad, cumple averiguar qué nuevo hecho alimentario, capaz de revolucionar la mesa, le precede; y cómo, desde luego, el descubrimiento de La Española y las otras islas es posterior a su aparición en Europa, nada hay considerar a su respecto sobre la presunta plaga, aparte de que ni en su caza ni en su pesca se hallará cosa alguna que no pueda digerir un niño.

Otros son, pues, los agentes que piden averiguación; a saber, las especias y condimentos –con el aditamento del alcohol– de que Europa hizo uso y abuso desde los albores del siglo XV. Las especias pedían vino fuerte, y el vino fuertes especias. Esa es la ley de la sed sibarítica, con esto más: que los condimentos acres ocasionan irritaciones en el aparato genito-urinario. Por todo esto la sífilis se dejó sentir en muchos puertos y comarcas a la vez. Tal es el hecho abrupto en esta materia, aunque no lo adviertan los coetáneos y bien que las perturbadoras especias quepan en un banquillo que, apenas, abulta.

El testimonio del Nuevo Mundo, en un estricto enlace zoológico y nosológico de conexión indudablemente dietética, se resume en los siguientes hechos y datos corroborantes:

1. En el Continente prehispánico reina el estado de salud natural, sostenida por una alimentación que comprende verduras, frutas, aves, huevos y pescado, más la carne procedente de pequeños animales como el conejillo de Indias.

2. Desconocimiento absoluto de cualquier epidemia, ni aún como remota tradición.

3. Falta general de animales de ordeño.

4. Introducción de la vaca y de la leche y lacticinios por los españoles y adopción de estos productos por los aborígenes.

5. Desencadenamiento de grandes epidemias de viruela (antes nunca vistas que diezman a los naturales.

6. Desconocimiento completo de la fiebre amarilla y así también de la sífilis, como enfermedades autóctonas.

Tal es el testimonio de América, acaso de amplias proyecciones. Concreto testimonio del Nuevo Mundo, ignorado hasta el día, no obstante ser un todo demo-noso-geográfico que está pidiendo sea incluido como capítulo aparte en la historia de la Medicina Universal.


Capítulo II de la obra “Prandiología Patológica” de Arturo Capdevila, reeditado por Editorial Buena Vista de Córdoba, quién nos autoriza su publicación a fines divulgativos.

Extraído de www.nutriciondepurativa.com.ar